El reciente referéndum británico en el que se planteó a los votantes la disyuntiva Remain vs Brexit se puede considerar un mal ejemplo o mal uso del mecanismo participativo por antonomasia, dentro de la fase actual del Open Government. La unificación -que no uniformidad- del municipalismo europeo, legitimado por el principio de subsidiariedad, obliga a definir un modelo europeo, y pronto mundial, de Smart City.
Todos los males de la democracia pueden curarse con más democracia (Alfred Emanuel Smith)
1. Un mal ejemplo de Open Government
Vaya por delante mi respeto total y absoluto a cualquier resultado de cualquier tipo de comicios celebrados legalmente, y por supuesto el que siento por el pueblo británico, por lo que han decidido, y pueden volver a decidir… Pero no me pregunte usted, cuando todo va mal, si quiero más a Dios o al Diablo, porque voy a decantarme por el Diablo. Para los que hablamos de Open Government, el referéndum inglés ha sido todo un ejemplo de mala utilización de la herramienta colaborativa, especialmente por lo inoportuno del momento —crisis, refugiados (por cierto, en mi opinión se ha utilizado la xenofobia en la campaña)—… Quizá parezca poco democrática la afirmación, pero como estrategia política el referéndum se debe plantear cuando hay algo que ganar y absolutamente nada que perder. En este caso la situación era exactamente la inversa. Lo malo de tirar una moneda al aire es que puede salir cruz. Pero no había ninguna necesidad, en mi opinión, de separar en dos bandos a los ingleses, y quizá a los europeos. No era necesario, para nada, arrastrar fuera de Europa a millones de jóvenes que van a disponer de muchas menos oportunidades de trabajo y negocio perdiendo la libre circulación y las libertades análogas —el escrutinio por franjas de edades demuestra que son los mayores de 65 años los que han decantado claramente la balanza—. Ni tampoco arrastrar a las zonas más cosmopolitas y modernas del Reino Unido, o simplemente con mayor necesidad o potencial (motivo por el cual reciben ayudas europeas), siendo que Inglaterra y Gales apoyaron mayoritariamente la salida de la UE, pero Londres, Escocia e Irlanda del Norte optaron claramente por la permanencia. Y sobre todo no era en absoluto preciso que asesinaran a Jo Cox en el transcurso de una campaña electoral que nunca nadie llegó a tener controlada. Al final han votado Remain los cosmopolitas y los receptores de subvenciones, sobre quienes la campaña no ha tenido absolutamente ninguna influencia. Y han votado Brexit los de la peluca blanca de rizos y, muy importante, los que no saben, porque nunca nadie se lo explicado, en qué consiste el Proyecto europeo. No digo que Reino Unido sea un pueblo anticuado, egocéntrico y xenófobo, pero quizá sí lo fue en el siglo XIX, cuando era la primera potencia del mundo, y parece que de ese recuerdo aún viven muchos británicos, aunque paradójicamente de él no vivirán los que más tienen por vivir. Ahora Europa, y sobre todo Reino Unido tendrán que pagar la mala gestión de esta «crisis del Brexit», por supuesto mal gestionada por Cameron, pero también, todo debe decirse, desde Bruselas. Ni siquiera la Grecia de Syriza llegó tan lejos. Recordemos que Tsipras convocó un referéndum en el que la pregunta al pueblo griego era si aprobaba las propuestas de Jean Claude-Juncker como base de otro rescate. El mismo Tsipras se posicionó a favor del no, pero al mismo tiempo se esfuerza por convencer a Europa de que la negativa no significa rechazo a la eurozona. Al final, cierto es, Bruselas (¿o Berlín?) manda, pero como estrategia política es mucho mejor negociar los cuartos que jugar a todo o nada, porque puede salir nada.
Al remate, un mal ejemplo de Open Government. Mala gestión desde Londres y desde Bruselas. Mal convocado el referéndum, y peor planteado. Y una vez lanzada la moneda al aire, mala campaña por parte de los defensores de sendas tendencias: el Remain no ha sabido explicar en qué consiste formar parte de la UE, y el Brexit ha mentido cuando afirmaba que Reino Unido es más sin el resto de Europa, y que salir de la Comunidad tenía todo tipo de beneficios, sobre todo económicos. A partir de ahí, como decíamos, respeto total y absoluto al resultado y a la voluntad mayoritaria (pero no muy mayoritaria) de los británicos.
2. Batacazo para la economía británica… y europea
El colapso de los mercados y una caída del IBEX (y de otros índices bursátiles europeos) no se ha hecho esperar. Recuerdo que hace un tiempo entrevisté, para Nosoloaytos, a Cecilio Tamarit, uno de los mayores expertos en economía aplicada de España. Ahora tengo a bien republicar una de sus respuestas, que viene muy a colación del momento presente:
V.A.- ¿Qué relación existe entre lo político y lo económico en la cuestión de la distribución territorial del poder? Desde el punto de vista del déficit público ¿qué es más interesante: el modelo económico europeo apoyado en el BCE, un estado centralizado, o un estado autonómico (o, digámoslo así, con un gran poder regional)?
C.T.- Tal y como se ha diseñado la unión monetaria, el Estado europeo se basa en la subsidiariedad. Esta idea tiene mucho sentido a la hora de hacer la provisión de los servicios públicos a los ciudadanos. Lo que supone este principio es que las competencias deben ser ejercidas por los poderes más próximos al ciudadano. Usted sabe mucho de eso. Pero este principio aplicado a la política fiscal, significa que la política monetaria no es capaz de regular la demanda agregada a corto plazo. Esta política intenta variar el tipo de interés, pero un país que varíe su tipo de interés no conseguiría atraer el capital. Lo contrario, saldrían capitales. Esas políticas quedarían anuladas. La política monetaria no es útil a nivel nacional, por eso se decide centralizarla. Por eso se crea el BCE. El caso de la política fiscal es distinto. Es muy efectiva a nivel nacional para regular la demanda agregada y las naciones intentan retenerla bajo su poder. En Maastricht esta era la idea. El problema es que están relacionadas y no es tan fácil separarlas. Monetizar el déficit genera inflación. Los países que tienen poca capacidad de recaudación fiscal generan inflación para financiar el déficit público. Para entrar en la unión monetaria hay que renunciar a esto. Esa vía deja de existir y solo se puede financiar el déficit a través de la emisión de deuda. Pero alguien debe comprarla y eso hace depender de los mercados, y eso a su vez propicia que los estados sean más frágiles. Por tanto hay que coordinar la política fiscal, porque cada país no puede hacer lo que quiera. En esta línea se dictaron reglas de coordinación: un pacto de estabilidad y crecimiento de 1997, el cual seguramente fue un pacto fallido, porque no todos lo han cumplido. Se reforma en el 2005 pero queda bastante descafeinado, ya que se flexibilizan mucho las reglas. Desde 2012 se han aprobado reglas nuevas para hacer un seguimiento de la política fiscal y coordinarla a nivel europeo. Se hace un seguimiento de los presupuestos nacionales, incluso se pasa por el previo visto bueno de la Unión. La política fiscal ha pasado a ser una competencia cuasi federal. Avanzamos hacia la mutualización de la deuda. Canje de la deuda de los países del sur, sistema de quita, o de canje con tasa de descuento.
Por lo demás, simplemente recordar que Europa es un proyecto de unión política apoyado sobre la base de la unión económica y la monetaria. Las libertades de circulación de personas, mercancías y capitales son la herramienta principal del ya clásico «mercado único». A todas luces no es interesante para un Estado poner fronteras y aranceles donde no los había.
3. Unidos por el municipalismo
La idea de la Comisión es que los municipios actúen en pos del principio de subsidiariedad, una versión «ampliada y mejorada» de nuestra autonomía local. Se anima a los Ayuntamientos a tener iniciativa y lo bueno iniciar de cualquier proyecto es que ahora mismo Europa los financia. Llamo la atención sobre el Programa Horizon 2020. Hablamos, por supuesto, de Smart City. De todos los temas que tenemos los municipios (del mundo) sobre la mesa el más importante al tiempo que más complejo es cómo dar mayor servicio al menor coste, algo que únicamente se puede lograr con una gestión inteligente, la cual consiste en incorporar la tecnología a los servicios y espacios públicos, teniendo en cuenta el medio ambiente y la mejora de la calidad de vida. En tiempos de «gobiernos débiles», reconocemos legitimidad a las instituciones europeas a la hora de elaborar las políticas públicas principales y las directrices para su aplicación. Los responsables de dicha aplicación son los Estados miembros, mientras que las instancias intermedias —los propios Estados, las entidades regionales, y las provinciales— están llamadas a desempeñar un rol colaborador. Por último, los municipios aparecen relegitimados desde Maastrich, aunque ya lo estaban por los ciudadanos. A partes iguales ambos poderes (Europa y el pueblo) reclaman proximidad. Avancemos pues hacia el modelo de municipio europeo, o mejor dicho, modelos, dada su heterogeneidad. Pero esta se vuelve homogeneidad si hablamos de competencias objetivas y no de modelos subjetivos (según el número de habitantes, la capitalidad, la condición de turístico o de rural, la tenencia de aeropuerto, etc.). Y las competencias, las políticas públicas en definitiva, deben tener un corte municipalista, pues el principio de subsidiariedad señala que deben incumbir a las autoridades más cercanas. En el mismo sentido se expresa la Carta Europea de Autonomía Local. Si las competencias municipales fueran además acompañadas de recursos financieros suficientes (también lo señala la CEAL y la propia Constitución) esto sería lo ideal. También tenemos claro, ya para acabar este punto, que Europa no está sola en el mundo, y que es muy importante, por ejemplo, integrar a China si es que un día queremos dar un paso más y hablar de municipalismo mundial y de Smart Cities… En pocas décadas el gigante chino tendrá más de la mitad de las grandes ciudades del mundo y esas urbes superpobladas deberán ser ecológicas, económicas y tecnológicas, o lo van a tener francamente difícil. Abogamos porque un día todas las grandes ciudades del mundo sean muy similares, a partir de modelos estándar adaptables de Smart City.
4. Bregret, una especie de «segunda vuelta»
Y de repente un dato más que interesante para todos los que estudiamos los mecanismos de participación ciudadana: a poco más de 24 horas de conocerse los resultados comenzó una iniciativa para solicitar un nuevo referéndum, y que al día siguiente ya estaba cerca de los tres millones de firmas. La página oficial de la Cámara de los Comunes permite registrar este tipo peticiones. Si una petición obtiene 10.000 firmas, el Gobierno se ve obligado a responder, y si logra 100.000, a debatirlo en una sesión. Esta iniciativa de un ciudadano particular alcanzó el número necesario en pocas horas y en menos de dos días superó los dos millones. La solicitud, presentada a la cámara británica antes de la consulta, realmente pretende crear una legislación para que los referéndum tengan que repetirse si la decisión mayoritaria no se adopta por más de un 60% del total de los votos y si la participación es inferior al 75% del censo. El referéndum del Brexit, con un 51,9% a favor y una participación del 71,8%, no superaría ese requisito y, según los solicitantes, debería volverse a convocar. Se habla de un resultado excesivamente igualado en relación a las consecuencias. Se habla de porcentajes muy inferiores al 50% si computamos la abstención… Se habla de Bregret a modo de «segunda vuelta»; se habla de arrepentimiento. Ahora la pregunta es: ¿puede «corregirse» el resultado de un referéndum con otro convocado inmediatamente después? No queremos parecer fríos en el análisis de este fenómeno, porque ciertamente hay mucho en juego, pero desde el punto de vista de la evolución de la democracia nos parece apasionante lo que está pasando en Reino Unido los últimos días.
5. Conclusión
Si finalmente no hay «marcha atrás», las perspectivas de futuro son desde luego peores que en un escenario de triunfo del Remain. ¿Peligra el proyecto de una Europa Unida? Ahora más que hace un mes, pero obviamente menos que durante la primera mitad del siglo XX, en el que fuimos el escenario principal de las dos guerras mundiales, guerras que por cierto perdió Alemania, hoy el país más boyante. Este año se cumplen exactamente 30 desde que España ingresó en la entonces Comunidad Económica Europea. Recuerdo que en aquel momento el proyecto común europeo se percibía como algo imparable; un barco al que sin duda había que subir. Es evidente que ahora mismo no pasa por su mejor momento, no obstante lo cual un pensamiento largoplacista y lógico sólo puede llevarnos a la conclusión de que toda Europa se acabará integrando. Incluido el Reino Unido, que volverá. Esto nos obliga, a corto plazo, a resolver problemas como el mismo Brexit y otros de índole económica, política y cultural. Y planteará, a medio plazo, problemas de constitucionalidad, aunque no si se redefine el llamado «bloque de constitucionalidad», con el Tratado a la cabeza por el principio de primacía del Derecho europeo, reconocido por cierto en nuestra propia Constitución. Un Tratado, precisamente, que subraya el principio clave dentro del sistema europeo, y que le da sentido al municipalismo: la mencionada subsidiariedad. En realidad se trata de un principio casi sinónimo al de proximidad e igualmente cercano al de autonomía local, por el que las autoridades locales deberían actuar en cualquier asunto público en el que la mejor dimensión de la actuación sea la procedente de la administración más cercana, algo que por un razonamiento basado en la pura lógica y el sentido común ocurrirá casi siempre (salvo que vaya usted a declararle la guerra a otro Estado, tenga que construir una autovía de 500 km o quiera subir el IVA). Con la globalización podría producirse una especie de ampliación del principio de subsidiariedad de la Unión Europea a nivel mundial. No obstante hay una previa: establecer un nivel de Gobierno mundial, algo que actualmente parece una utopía irrealizable pero que puede que algunos ustedes lo vean en vida. Hablamos de una especie de ONU ampliada cuantitativa y cualitativamente y centrada sobre todo en los grandes problemas comunes a toda la Humanidad. Dicho de otra manera: si no ponemos el foco sobre los problemas medioambientales un día no habrá planeta que dominar, y entonces no tendrá sentido que algunas multinacionales y magnates quieran ser más ricos y algunos políticos más poderosos, salvo que aspiren a gobernar sobre cenizas, escombros y gases tóxicos.
En cuanto a la relación de estos fenómenos con el municipalismo, es evidente. La globalización, y más aún un nivel o pseudonivel de gobierno mundial impondrá un modelo de Smart City de escala planetaria, probablemente más adaptado a la tipología china pero con la tranquilidad de que una ciudad es una ciudad. Este modelo será estándar, homogéneo. Para cuando llegue ese día, la tecnología de las telecomunicaciones debería gratuita en todas las ciudades y pueblos del mundo (vía satélite u otro sistema, más moderno y eficiente, que se conciba). Y cuando la tecnología sea gratuita (o al menos muy barata) desaparecerá la brecha digital, aunque somos conscientes de que esta no es la única brecha. Por último, cuando todo el mundo tenga Internet ese día será el principio del fin de las desigualdades en el mundo. En cuanto a esos nuevos municipios pensamos que serán grandes (o muy grandes) ciudades, constituidas por versiones ampliadas de las grandes urbes actuales, o por la fusión de varias más pequeñas en una nueva. Estos futuros gobiernos locales deberán aplicar políticas ultrademocráticas, aperturistas, medioambientales, sociales, igualitarias, integrales y globales. Su personal deberá estar compuesto por un potente staff técnico, integrado por juristas y economistas pero también por científicos, dado el carácter astrofísico y ambiental de los problemas.
Conocer el futuro del municipalismo nos da tranquilidad. En un momento más cercano en el tiempo, y hablando de Estados, es cierto que no sabemos qué pasará con Reino Unido, o con partes del mismo como Escocia e Irlanda del Norte. Ni siquiera sabemos qué pasará con España. Es la primera vez que un estado —además un gran estado— sale de la Unión Europea, pero desde su fundación han entrado muchos más (de seis llegó a pasar a veintiocho estados), y seguirán haciéndolo. La globalización por la que atravesamos tiene bastantes más cosas buenas qué malas, y empuja una integración —europea y algún día, como decimos, mundial—, que reducirá las diferencias entre los llamados Primer y Tercer mundo. Reducir las enormes diferencias sociales dentro de un mismo país (empezando por la brecha digital), costará más tiempo. No sé si al final nos llamarán a votar por el Bregret, pero yo ya he hecho campaña.